Fragmentos

La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir la vergüenza del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca.
(Enrique Heine)

El pasado es un inmenso pedregal que a muchos les gustaría recorrer como si de una autopista se tratara, mientras otros, pacientemente, van de piedra en piedra, y las levantan, porque necesitan saber qué hay debajo de ellas.
(José Saramago. El viaje del elefante.)

Tengo 47 años, ¿y sabes cómo me he matenido vivo tanto tiempo, todos estos años? Miedo... el espectáculo de actos terribles. Si alguien me roba, le corto las manos; si me insulta, le corto la lengua; si se rebela contra mí, clavo su cabeza en una estaca, y la pongo bien alta, para que puedan verla todos. Eso es lo que mantiene vivo el orden de las cosas: el miedo.
(Gans of New York)


"He visto un caracol, se deslizaba por el filo de una navaja, ese es mi sueño, más bien mi pesadilla, arrastrarme, deslizarme por todo el filo de una navaja de afeitar, y sobrevivir."
(Apocalypse Now)



La tentación de existir. E. M. Cioran

"No reducirse a una obra; sólo hay que decir algo que pueda susurrarse al oído de un borracho o de un moribundo." decía el irónico, punzante y pesimista filósofo rumano. Para el la sociedad es una especie miserable que crea falacias absurdas sobre las que cimentar su felicidad. Religiones, actos políticamente correctos, ideologías deterministas. Todo ello conforma el mundo del que Cioran se intentó alejar. Odiaba las costumbres, los hábitos mundanos, las situaciones corrientes que todo el mundo catalogaba como "normal". Cioran, de hecho, vivió como un extraño en su tiempo, algo que quedó plasmado en sus obras y le hará perpetuarse como el filósofo apático, angustiado por una vida que le parecía insípida, aburrida, gris y tremendamente vacía.

Os dejo un fragmento de "La tentación de existir", un título ya sugerente de por sí.

"Por cobardía sustituimos la sensación de nuestra nada por la sensación de la nada. Y es que la nada general apenas nos inquieta: vemos en ella demasiado a menudo una promesa, una ausencia fragmentaria, un callejón sin salida que se abre. Durante largo tiempo me obstiné en hallar a alguien que lo supiera todo sobre sí mismo y sobre los otros, un sabio-demonio, divinamente clarividente. Cada vez que creía haberlo encontrado, debía, tras un examen, cambiar de opinión: el nuevo elegido tenía todavía alguna mancha, algún punto negro, no sé qué recoveco de inconsciencia o de debilidad que le rebajaba al nivel de los humanos. Percibía yo en él huellas de deseo o de esperanza, o algún residuo de pesar. Su cinismo era manifiestamente incompleto. ¡Qué decepción! Y proseguía siempre mi búsqueda y siempre mis ídolos del momento pecaban en algún aspecto: el hombre estaba presente en ellos, oculto, maquillado o escamoteado. Acabé por comprender el despotismo de la especie, y por no soñar más que con un no-hombre, con un monstruo que estuviese totalmente convencido de su nada. Era una locura concebirlo: no podía existir, ya que la lucidez absoluta es incompatible con la realidad de los órganos."


("La tentación de existir" Emile Michel Cioran)

Mis mayores.

A veces cuando estoy sentada en algún parque me gusta observar a una persona y tratar de vislumbrar a través de sus gestos, su atuendo y su quehacer, lo que puede estar sintiendo, pensando o sucediendo en su vida; incluso a veces en un alarde de novelista me figuro cómo sería toda su vida, fabricándole un árbol genealógico a medida y colgándole unas aventuras sobre sus espalda que yo misma le brindé. Una lotería sirviéndome de lo que el físico de la persona me puede ofrecer.
Generalmente mi objetivo suele ser una persona mayor, de esas que transmiten una ternura tal que lo que más te apetece es levantarte y darle un abrazo. Esas que con su serenidad crean a su alrededor un aura de tranquilidad y sosiego. Allí nada malo puede suceder.

Es la estación de tren uno de los lugares que frecuento a menudo y en los que siempre me encuentro con numerosas personitas enjutas y arrugadas sentadas en los bancos, con la mirada perdida en algún punto indefinido, en cuyas pupilas todavía queda resquicios de una vida que se consume pero que todavía pervive; y por ello conservan un brillo minúsculo en el mismo centro, un brillo tan apagado que duele, pero que grita a los cuatro vientos que todavía está allí, que todavía ve y todavía puede ser mirado.
Y siempre me pregunto qué es lo que empuja a estas personas a sentarse, tarde tras tarde, en la estación de ferrocarril, viendo llegar y marchar los trenes. Observar cómo la gente baja las maletas, las sube, abraza a sus familiares, se despide de su pareja, compra patatas para el viaje y corre porque está a punto de llegar la hora de salida y... “o tren non espera neniña”.

Los hombres que ocupan los bancos de piedra de la estación acostumbran vestir un jersey oscuro o una camisa a cuadros o de rayas, con pantalones de tela también oscuros, raramente vaqueros. Ellas, las mujeres, llevan un jersey de cuello redondo y una falda por debajo de la rodilla, generalmente azul marina, marrón o negra. Otras veces, las menos, llevan pantalones, de tela, de la misma tonalidad que la falda. El bolso que éstas últimas guardan con recelo sobre sus rodillas suele ser negro, no muy grande, pero suficiente para guardar las llaves, el pañuelo, la cartera y ve tu a saber qué rarezas esconden esas pieles negras. Quizá un pequeño estuchito donde guardan un mechón de pelo de su viúdo, o el primer diente de leche que le cayó a su nieto. O posiblemente un rosario permanezca enroscado en una esquina de la tela, esperando unas oraciones que alimentan la esperanza y disipan el aburrimiento. Es como aquel que envía mensajes al espacio, tan de moda últimamente, con la ilusión de que en alguna estrella alguien pueda escucharlo.
Las oraciones se lanzan al vacío, al vacío que cada uno alberga.

...Y la escena se repite invariablemente. Clavan los ojos en ti cuando arrastrando la maleta pasas antes los asientos que ocupan, y si tienes la suerte de encontrar alguno libre para acomodarte a leer mientras esperas la llegada de tu tren, notarás cada segundo la mirada clavada en tu cogote o en tu frente. Te estarán analizando de arriba a abajo, y alguno quizá sienta curiosidad por el volumen que tienes en las manos. Puede que entonces decidas cerrar el libro y observarlos tu también a ellos. Basta con una sonrisa, solamente una leve inclinación de los labios en señal de simpatía, para que éstos te dediquen su primera frase, y así comenzar una conversación, que aunque breve, sustancial.

Entres sus valiosos conocimientos se encuentra el saber qué tonalidad exacta emplear para cautivarte, para conseguir que sus palabras se amolden en tu cabeza entre los filamentos gruesos y monótonos del día a día. Allí escogen su lugar, para ser, en el momento menos indicado, recordadas. Las palabras de un viejecito o viejecita sentado en la estación de tren cobrarán vida entonces. No habrá sido en valde sus tardes de desidia ante dos vías estáticas y unas cuantas locomotoras transportando vida. En realidad, sus breves frases consiguieron insuflarme energía en algún momento, y eso...eso es un don que sólo ellos tienen.


Hibris


Rima II. Gustavo Adolfo Bécquer.

Ahora le toca el turno a uno de los grandes, os dejo con una pequeña rima del poeta de los poetas:

Yo me he asomado a las profundas simas
de la tierra y del cielo,
y les he visto el fin o con los ojos
o con el pensamiento.
Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo
y me incliné un momento,
y mi alma y mis ojos se turbaron:
¡Tan hondo era y tan negro!

Del “Libro de los gorriones” 1868
Rima II (Gustavo Adolfo Bécquer)