“Si tras casa tempestad vienen tales calmas,
soplen los vientos hasta que despierten a la muerte”
(Otelo. Shakespeare)
soplen los vientos hasta que despierten a la muerte”
(Otelo. Shakespeare)

En una montaña está el momento de ascenso, la planicie de la superficie y el descenso, invariablemente. Y es éste último por el que ahora le tocaba discurrir.
El mundo entero se parapetaba contra él tras la pintura descolorida y los muros de piedra que lo separaban del exterior.
Cuando algo posee fuerza, ésta no falla en el peor momento. Quizá sea éste el problema de personas como Saúl, siempre quieren salir adelante, tirar del carro aunque de éste tan solo quede el nombre.
Mientras estos pensamientos circulaban por la mente del desdichado, un flexo iluminaba frente a él la porción carcomida del escritorio donde reposaba un papel, todavía en blanco. Una cerveza, a su vez, permanecía en las sombras, la mitad en realidad, la otra mitad se escondía tras el brillo de las pupilas de Saúl.
Al fondo estaba la cama, deshecha, coronada por fotografías manoseadas, algunas con claros dobleces, donde, casi siempre, una sonrisa iluminaba la instantánea. Eran esas pequeñas porciones de papel fotográfico lo único que daba un toque de color al habitáculo. Era su único nexo de unión con la vida.
En el otro ángulo dos sillones vacíos que hacían la vez de armario, miraban estáticos para un televisor mudo que reflejaba la imagen, gris, de Saúl sentado en una silla de madera, frente a su escritorio.
La cuarta esquina estada destinada al kit de supervivencia: una pequeña nevera haciendo juego, en cuando a tamaña se refiere, con la diminuta cocina y el fregadero, lleno.
Así pasaba los días, cayendo en un estado de grave y patética monotonía. Sólo en el pasillo, cuando las necesidades fisiológicas lo empujaban a acudir al servicio, se encontraba con algún otro zombi, a saber, quizá el que la noche pasada había puesto la música a todo volumen, o el que se hospedaba dos habitaciones más allá y hacía partícipes a todos los vecinos de sus placenteras noches en compañía femenina.
Imaginando la miseria y tristeza que se escondía tras cada puerta, Saúl se sentía menos desdichado.
Él siempre tendría el recuerdo.
Como cada noche, esperaba con paciencia la llegada del sueño, mirando las luces de la ciudad que, una a una, se iban apagando. El astro nocturno adquiría entonces todo el protagonismo y Saúl, intimidado por alterar el orden natural de la noche, apagaba la tenue luz de su flexo. La cerveza restante sería el desayuno de la mañana venidera y las palabras escritas sobre el papel sucumbirían, al fin, en la oscuridad.
“Estoy tan solo…”- decían.
Hibris