El termómetro marcaba 41ºC.
Después de pasar unas horas a la sombra de un árbol, recostada sobre su tronco con la fantástica compañía de Eduardo Punset, puse nuevamente mi mochila al hombro y me encaminé a una de las cafeterías cercanas, la que tuviera el aire acondicionado a mayor rendimiento. Me acomodé en el asiento de la esquina, el más alejada posible de miradas indiscretas.
Después de pedir una coca-cola de lata, sin hielo (por favor), extendí sobre la mesa roja mi equipo habitual: libro, lápiz, bolígrafo y papel. Poco más me haría falta para perderme en cualquier lugar solitario.
Me disponía a escribir algo medianamente aceptable pero cada vez que mi boli se aproximaba al folio en blanco, la voz de una chica sentada dos mesas más allá me interrumpía a medio camino y, nuevamente, boli y tinta quedaban suspendidas a escasos centímetros del papel.
“Tía” por aquí, “tía” por allá. Era como si cada vez que pronunciaba esa pluriempleada palabra alzara una tonalidad más su voz. Total, que los fragmentos entrecortados de aquella conversación entre una morena y una rubia llegaron a mis oídos, y a mi boli, con cierto fastidio.
Pero no fue ésto algo banal, pues la morena exponía a su interlocutora la carrera que quería hacer en un futuro inminente. Ambas planeaban ya cómo sería su vida, no llegué a escuchar qué cifra marcaría su futura nómina, pero estoy por asegurar que ya fijaron un baremo. En aquella mesa las dos mujeres (o “tías”) se casaron, tuvieron hijos habiendo elegido anteriormente sus nombres, terminaros sus carreras con espléndidos resultados, encontraron un maravilloso empleo, viajaron y casi casi murieron.
El broche de oro fue: “Tía, es que cuando tengamos 18 años será distinto…”.
No sé cómo calificarían ustedes esta charla existencial o futurista, pero yo la aproximaría a la filosofía. Sin entrar en grandes profundidades ni términos abstractos, pero filosofía a fin de cuentas. Dos mujeres, frente a frente, encarando sus miedos y elaborando un detallado croquis de su vida adulta. El fiasco me lo llevé cuando me llegó la frase: “Tía, es que yo me veo el año que viene estudiando filosofía y me da algo, la odio…”. En fin…paradojas de la vida.
A veces te sorprendes haciendo aquello que tanto odias. O seré yo, que me encargo de poner aquello que amo en todas las cosas.
Las dos “tías” acabaron sus consumiciones, y con ellas la bola de cristal perdió brillo.
Se fueron.
Al fin el bolígrafo podría proseguir su recorrido hacia el papel, pero ante el seguro destino que le esperaba a la tinta decidí dejarlo, tan sólo habría sido capaz de escribir “tía…”.
Después de pasar unas horas a la sombra de un árbol, recostada sobre su tronco con la fantástica compañía de Eduardo Punset, puse nuevamente mi mochila al hombro y me encaminé a una de las cafeterías cercanas, la que tuviera el aire acondicionado a mayor rendimiento. Me acomodé en el asiento de la esquina, el más alejada posible de miradas indiscretas.
Después de pedir una coca-cola de lata, sin hielo (por favor), extendí sobre la mesa roja mi equipo habitual: libro, lápiz, bolígrafo y papel. Poco más me haría falta para perderme en cualquier lugar solitario.
Me disponía a escribir algo medianamente aceptable pero cada vez que mi boli se aproximaba al folio en blanco, la voz de una chica sentada dos mesas más allá me interrumpía a medio camino y, nuevamente, boli y tinta quedaban suspendidas a escasos centímetros del papel.
“Tía” por aquí, “tía” por allá. Era como si cada vez que pronunciaba esa pluriempleada palabra alzara una tonalidad más su voz. Total, que los fragmentos entrecortados de aquella conversación entre una morena y una rubia llegaron a mis oídos, y a mi boli, con cierto fastidio.
Pero no fue ésto algo banal, pues la morena exponía a su interlocutora la carrera que quería hacer en un futuro inminente. Ambas planeaban ya cómo sería su vida, no llegué a escuchar qué cifra marcaría su futura nómina, pero estoy por asegurar que ya fijaron un baremo. En aquella mesa las dos mujeres (o “tías”) se casaron, tuvieron hijos habiendo elegido anteriormente sus nombres, terminaros sus carreras con espléndidos resultados, encontraron un maravilloso empleo, viajaron y casi casi murieron.
El broche de oro fue: “Tía, es que cuando tengamos 18 años será distinto…”.
No sé cómo calificarían ustedes esta charla existencial o futurista, pero yo la aproximaría a la filosofía. Sin entrar en grandes profundidades ni términos abstractos, pero filosofía a fin de cuentas. Dos mujeres, frente a frente, encarando sus miedos y elaborando un detallado croquis de su vida adulta. El fiasco me lo llevé cuando me llegó la frase: “Tía, es que yo me veo el año que viene estudiando filosofía y me da algo, la odio…”. En fin…paradojas de la vida.
A veces te sorprendes haciendo aquello que tanto odias. O seré yo, que me encargo de poner aquello que amo en todas las cosas.
Las dos “tías” acabaron sus consumiciones, y con ellas la bola de cristal perdió brillo.
Se fueron.
Al fin el bolígrafo podría proseguir su recorrido hacia el papel, pero ante el seguro destino que le esperaba a la tinta decidí dejarlo, tan sólo habría sido capaz de escribir “tía…”.
Hibris
7 comentarios:
Jejejeje que entrada mas buena Laura, deberias escribir mas a menudo.
Uno se asusta de vez en cuando cuando se pone a oir conversaciones de la mesa de al lado...
Un beso.
Azhaag
Me ha encantado.
Oye tia! plas plas plas ...
Y obvio que si, solemos practicar lo que censuramos, contradicciones de la vida. Será que simplemente no lo vemos ...
biquiños!
Hoy en Lisboa estaba menos calor, mucho menos.
Mas confortabel que ayer
yo tambien dije aquello de "con 18 todo será distinto"...y sí, bueno, lo es pero quizás no de la forma que esperabas...y conforme pasan los años todo cambia, a veces te toca estudiar o trabajar en lo qeu te gusta otras no...la vida es así, tía...
Bueno tía, al menos esa tortura parece que sí sirvió para que escribieras algo: este post...
;-)
Besos.
Gracias por vuestros comentarios. :D
Un beso para todos/as.
Hibris
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